domingo, 15 de abril de 2012

Jataka Nº 3 Los Mercaderes de Seriva. (Serivavanija Jataka)

EL JATAKA DE LOS MERCADERES DE SERIVA.

 

Para que un desanimado monje no tuviera arrepentimiento en el futuro, el Buda le contó esta historia en Savatthi para animarle a perseverar. El Buda le dijo: “Si abandonas tu práctica de esta sublime enseñanza que lleva al nirvana, tu sufrirás durante mucho tiempo, lo mismo que el mercader de Seriva que perdió un cuenco de oro valorado en cien mil piezas”

Cuando se le pidió que lo explicara, el Buda contó esta historia del remoto pasado.

 

Hace cinco grandes eones, el Bodhisattva era un honesto mercader que vendía artículos de lujo en el Reino de Seriva. A veces él viajaba con otro mercader del mismo reino, un amigo codicioso, que llevaba la misma mercancía.

Un día ambos cruzaron el Rio Televaha para hacer negocios en la bulliciosa ciudad de Andhapura. Como habitualmente, para evitar hacerse la competencia uno al otro, se dividieron la ciudad entre ellos, y comenzaron a vender sus artículos de puerta en puerta.

En esa ciudad había una destartalada mansión. Años atrás la familia habían sido ricos mercaderes, pero en la época de esta historia sus fortunas se habían quedado en nada, y todos los hombres de la familia habían muerto. Los únicos supervivientes eran una chica y su abuela, y ambas se ganaban la vida trabajando al jornal.

Esa tarde, mientras el buhonero codicioso estaba haciendo su ronda, llegó a la puerta de esa misma casa, gritando: “¡Se venden abalorios!¡Se venden abalorios!”

Cuando la joven escucho estos gritos, le pidió a su abuela: “Por favor, abuela, cómprame una baratija”

La abuela le contestó: “Somos muy pobres, querida. No hay ni un céntimo en la casa, y yo no puedo pensar en nada que podamos ofrecer a cambio”

La muchacha de repente se acordó de un viejo cuenco. “Mira” gritó “Aquí hay un viejo cuenco. A nosotras no nos es de utilidad. Intentemos cambiarlo por algo más bonito”

Lo que la chica le mostraba a su abuela era un viejo cuenco, el cual había sido utilizado por el gran mercader, el difunto cabeza de la familia. Siempre había comido sus curris servidos en este hermoso y caro cuenco. Tras su muerte había sido arrojado entre las cazuelas y las sartenes, y había sido olvidado. Puesto que no había sido usado desde hacía mucho tiempo, estaba completamente cubierto por la suciedad. Las dos mujeres no tenían la menor idea de que era de oro.

La anciana le pidió al mercader que entrara y se sentara. Ella le mostró el cuenco, y dijo: “Señor, a mi nieta le gustaría una baratija. ¿Sería usted tan amable de coger este cuenco y darle a ella alguna cosa, u otro a cambio?”

El buhonero cogió el cuenco en sus manos y le dio la vuelta. Sospechando su valor, el rascó el fondo con una aguja. Con solo una mirada, el supo con certeza que el cuenco era de auténtico oro.

El se sentó allí ceñudo y pensando, hasta que su codicia se apropió de lo mejor de él. Por fin el decidió intentar apropiarse del cuenco sin darle nada a la mujer por él. Pretendiendo estar enfadado, el gruñía: “¿Por qué me traes este estúpido cuenco? ¡No vale ni medio céntimo!” El arrojó el cuenco al suelo, se levantó, y salió fuera de la casa aparentemente disgustado.

Puesto que habían llegado a un acuerdo ambos mercaderes por el que uno podía intentar vender en las calles que el otro ya había cubierto, el buhonero honesto llegó más tarde a la misma calle, y apareció ante la puerta de la casa gritando: “¡Se venden abalorios!”

Una vez más la joven le hizo la misma petición a su abuela, y la anciana le replicó: “Querida mía, el primer buhonero arrojó al suelo nuestro cuenco, y salió hecho una tormenta de la casa. ¿Qué nos queda por ofrecer?”

La chica repuso: “Oh, pero ese mercader era un antipático, abuela. Este parece y suena más amable. Pienso que lo aceptará”

Cuando el buhonero entró en la casa, las dos mujeres le ofrecieron asiento, y en silencio pusieron el cuenco en sus manos. Reconociendo inmediatamente que el cuenco era de oro, dijo: “Madre, este cuenco vale cien mil piezas de plata. Lo siento, pero yo no tengo tanto dinero”

Atónita ante sus palabras, la anciana dijo: “Señor, el otro buhonero que vino aquí hace poco dijo que no valía ni medio céntimo. Se enfadó, lo arrojó al suelo, y se fue. Si entonces no valía nada, tiene que haber sido debido a nuestras buenas acciones por lo que este cuenco se ha convertido en oro. Por favor, acéptelo y denos alguna cosa u otro a cambio. Nosotras estaremos más que satisfechas”

En aquel momento, el buhonero solo tenía quinientas piezas de plata, y artículos por valor de otras quinientas. El se lo dio todo a las mujeres, pidiéndoles poder quedarse él solo con su balanza, su bolsa, y ocho monedas para su pasaje de vuelta. Naturalmente, ellas estaban felices con el acuerdo. Después de darse profusamente las gracias por ambas partes, el mercader se dirigió al rio con el cuenco de oro. Le dio sus ocho monedas al barquero, y subió al bote.

No mucho después de que él se hubiera marchado, el buhonero codicioso retornó a la casa, dando la impresión de que había reconsiderado su oferta. Les pidió que sacaran su cuenco, diciendo que después de todo les daría alguna cosa u otro cuenco a cambio.

La anciana le espetó: “Eres un sinvergüenza. Nos dijiste que nuestro cuenco de oro no valía ni  tan siquiera medio céntimo. Afortunadamente para nosotras, vino un mercader honesto después de que tú te marcharas, y nos dijo que su verdadero valor eran cien mil piezas de plata. Nos dio mil por él, y se fue con el cuenco, así que tú has llegado demasiado tarde”

Cuando el buhonero oyó esto, un intenso dolor se apoderó de él. Comenzó a gritar: “Me robó, me robó. El tiene mi cuenco de oro que vale cien mil”

Llegó a ponerse histérico y perdió todo control. Arrojando al suelo su dinero y sus mercancías, él rasgó su camisa, agarró el astil de su balanza como si fuera un garrote, y corrió hacia la orilla del rio para coger al otro mercader.

Cuando él llegó al rio, el bote ya se encontraba en medio de la corriente, El gritaba para que el bote volviera a la orilla, pero el buhonero honesto, que ya había pagado, tranquilamente le dijo al barquero que continuara.

El frustrado mercader solo podía permanecer allí, en la orilla del rio, y ver como su rival escapaba con el cuenco de oro. El ver esto lo enfureció tanto que un odio fiero surgió dentro de él. Su corazón hervía, y la sangre le salía por la boca. Finalmente, su corazón se rompió como el barro que hay en el fondo de un charco secado por el Sol. Tan intenso fue el odio irracional que desarrolló contra el otro mercader debido al cuenco de oro, que pereció allí y en aquel momento.

El mercader honesto retornó a Seriva, donde vivió una vida plena ocupado en la caridad y en otras buenas acciones, y murió de acuerdo a sus merecimientos.

Cuando el  Buda terminó esta historia, él se identificó a sí mismo como el mercader honrado, y a Devadatta como el mercader codicioso. Este fue el comienzo del implacable rencor que Devadatta sintió contra el bodhisattva a través de innumerables vidas.

 

 

Trad. al castellano por el ignorante y falto de devoción upasaka Losang Gyatso.

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