lunes, 16 de abril de 2012

Jataka Nº 18 La Cabra que Reía y Lloraba (Matakabhatta Jataka)

Un día, mientras el Buda estaba en Jetavana, algunos monjes le preguntaron si había algún beneficio en el sacrificio de cabras, ovejas, y otros animales como ofrendas para los familiares difuntos.

El Buda respondió: “No monjes, nunca viene nada bueno del quitar la vida, ni siquiera cuando el propósito es el de dar un Festín a los Muertos.”

Entonces les contó esta historia del pasado.

Hace mucho, mucho tiempo, cuando Brahmadatta estaba reinando en Varanasi, un brahmán decidió ofrecer un Festín a los Muertos, y compró una cabra para sacrificarla.

Les dijo a sus estudiantes: “Hijos míos, llevad a esta cabra hasta el rio, bañadla, cepilladla, colgadle una guirnalda alrededor de su cuello, dadle algo de grano para que coma, y traedla de vuelta aquí”

“Sí, señor” le contestaron, y llevaron la cabra hacia el rio.

Mientras la estaban acicalando, la cabra comenzó a reír con un sonido similar al de una cazuela rompiéndose. Entonces, de la misma forma tan extraña, comenzó a llorar de forma muy sonora.

Los jóvenes estudiantes estaban muy asombrados ante este comportamiento, y le preguntaron a la cabra: “¿Por qué comenzaste a reír de repente, y por qué ahora tú lloras tan alto”

La cabra les contestó: “Repetid vuestra pregunta cuando volvamos junto a vuestro maestro”

Los estudiantes, apresuradamente, llevaron la cabra de vuelta a su maestro, y le dijeron lo que había sucedido en el rio. Oyendo la historia, el propio maestro le preguntó a la cabra por qué se había raido, y por qué después había llorado.

La cabra contesto: “En tiempos pasado, brahmán, yo también fui un brahmán que enseñaba los Vedas, lo mismo que ahora haces tú. Yo también sacrifiqué una cabra como ofrenda para un Festín a los Muertos. Por haber matado a esa sola cabra, se me ha cortado la cabeza 499 veces. Reía en voz alta cuando realicé que este es mi último nacimiento como un animal destinado al sacrificio. Hoy me liberaré de mi miseria. Por otro lado, yo lloré cuando realicé que, debido al matarme, tú también puedes ser destinado a perder tu cabeza 500 veces. Fue apenado por ti por lo que lloré”

“Bien cabra” dijo el brahmán “en ese caso, no te voy a matar”

La cabra exclamó: “¡Brahmán, tanto que tú me mates, como que no lo hagas, yo no puedo escapar hoy de la muerte!”

El brahmán le aseguró a la cabra: “No te preocupes. Yo cuidaré de ti”

La cabra le contestó: “No comprendes. Tu protección es débil. La fuerza de mis malas acciones es muy fuerte”

El brahmán desató a la cabra, y les dijo a sus estudiantes: “No permitáis que nadie le haga daño a esta cabra”

Ellos obedientemente siguieron al animal para protegerle. Después de que la cabra fue liberada, comenzó a pastar. Ella estiró su cuello para alcanzar las hojas de un arbusto que crecía cerca de la parte superior de una gran roca. En ese mismo instante la chispa de un relámpago alcanzó la roca, rompiendo un afilado trozo de piedra, que voló por los aires e impactó cortando la cabeza de la cabra. Una multitud de gente se reunió alrededor de la cabra muerta, y comenzó a hablar de forma agitada sobre tan asombroso accidente.

Un dios había estado observándolo todo, desde la compra de la cabra, hasta su dramática muerte, y sacando una lección del incidente, les enseñó a la gente:”Si la gente tan solo supiera que el castigo será el renacer en el sufrimiento, dejarían de quitar la vida. Un horrible destino aguarda a quién mata” Con esta explicación de la ley del karma el dios instauró en sus oyentes el miedo al infierno. Le gente estaba tan atemorizada que abandonaron por completo el sacrificio de animales. El dios además instruyó a aquella gente en los Preceptos, y los instó a hacer el bien.

A su debido tiempo, ese dios murió de acuerdo sus méritos. Durante varias generaciones tras estos hechos, la gente permaneció guardando con fe los Preceptos, y pasaban sus vidas practicando la caridad y las obras meritorias, de tal forma que muchos fueron los que renacieron en los cielos.

El Buda finalizó esta lección, e identificó el nacimiento diciendo: “En aquellos días, yo era ese dios”

 

 

Trad. al castellano por el ignorante y falto de devoción upasaka Losang Gyatso.

domingo, 15 de abril de 2012

Jataka Nº 3 Los Mercaderes de Seriva. (Serivavanija Jataka)

EL JATAKA DE LOS MERCADERES DE SERIVA.

 

Para que un desanimado monje no tuviera arrepentimiento en el futuro, el Buda le contó esta historia en Savatthi para animarle a perseverar. El Buda le dijo: “Si abandonas tu práctica de esta sublime enseñanza que lleva al nirvana, tu sufrirás durante mucho tiempo, lo mismo que el mercader de Seriva que perdió un cuenco de oro valorado en cien mil piezas”

Cuando se le pidió que lo explicara, el Buda contó esta historia del remoto pasado.

 

Hace cinco grandes eones, el Bodhisattva era un honesto mercader que vendía artículos de lujo en el Reino de Seriva. A veces él viajaba con otro mercader del mismo reino, un amigo codicioso, que llevaba la misma mercancía.

Un día ambos cruzaron el Rio Televaha para hacer negocios en la bulliciosa ciudad de Andhapura. Como habitualmente, para evitar hacerse la competencia uno al otro, se dividieron la ciudad entre ellos, y comenzaron a vender sus artículos de puerta en puerta.

En esa ciudad había una destartalada mansión. Años atrás la familia habían sido ricos mercaderes, pero en la época de esta historia sus fortunas se habían quedado en nada, y todos los hombres de la familia habían muerto. Los únicos supervivientes eran una chica y su abuela, y ambas se ganaban la vida trabajando al jornal.

Esa tarde, mientras el buhonero codicioso estaba haciendo su ronda, llegó a la puerta de esa misma casa, gritando: “¡Se venden abalorios!¡Se venden abalorios!”

Cuando la joven escucho estos gritos, le pidió a su abuela: “Por favor, abuela, cómprame una baratija”

La abuela le contestó: “Somos muy pobres, querida. No hay ni un céntimo en la casa, y yo no puedo pensar en nada que podamos ofrecer a cambio”

La muchacha de repente se acordó de un viejo cuenco. “Mira” gritó “Aquí hay un viejo cuenco. A nosotras no nos es de utilidad. Intentemos cambiarlo por algo más bonito”

Lo que la chica le mostraba a su abuela era un viejo cuenco, el cual había sido utilizado por el gran mercader, el difunto cabeza de la familia. Siempre había comido sus curris servidos en este hermoso y caro cuenco. Tras su muerte había sido arrojado entre las cazuelas y las sartenes, y había sido olvidado. Puesto que no había sido usado desde hacía mucho tiempo, estaba completamente cubierto por la suciedad. Las dos mujeres no tenían la menor idea de que era de oro.

La anciana le pidió al mercader que entrara y se sentara. Ella le mostró el cuenco, y dijo: “Señor, a mi nieta le gustaría una baratija. ¿Sería usted tan amable de coger este cuenco y darle a ella alguna cosa, u otro a cambio?”

El buhonero cogió el cuenco en sus manos y le dio la vuelta. Sospechando su valor, el rascó el fondo con una aguja. Con solo una mirada, el supo con certeza que el cuenco era de auténtico oro.

El se sentó allí ceñudo y pensando, hasta que su codicia se apropió de lo mejor de él. Por fin el decidió intentar apropiarse del cuenco sin darle nada a la mujer por él. Pretendiendo estar enfadado, el gruñía: “¿Por qué me traes este estúpido cuenco? ¡No vale ni medio céntimo!” El arrojó el cuenco al suelo, se levantó, y salió fuera de la casa aparentemente disgustado.

Puesto que habían llegado a un acuerdo ambos mercaderes por el que uno podía intentar vender en las calles que el otro ya había cubierto, el buhonero honesto llegó más tarde a la misma calle, y apareció ante la puerta de la casa gritando: “¡Se venden abalorios!”

Una vez más la joven le hizo la misma petición a su abuela, y la anciana le replicó: “Querida mía, el primer buhonero arrojó al suelo nuestro cuenco, y salió hecho una tormenta de la casa. ¿Qué nos queda por ofrecer?”

La chica repuso: “Oh, pero ese mercader era un antipático, abuela. Este parece y suena más amable. Pienso que lo aceptará”

Cuando el buhonero entró en la casa, las dos mujeres le ofrecieron asiento, y en silencio pusieron el cuenco en sus manos. Reconociendo inmediatamente que el cuenco era de oro, dijo: “Madre, este cuenco vale cien mil piezas de plata. Lo siento, pero yo no tengo tanto dinero”

Atónita ante sus palabras, la anciana dijo: “Señor, el otro buhonero que vino aquí hace poco dijo que no valía ni medio céntimo. Se enfadó, lo arrojó al suelo, y se fue. Si entonces no valía nada, tiene que haber sido debido a nuestras buenas acciones por lo que este cuenco se ha convertido en oro. Por favor, acéptelo y denos alguna cosa u otro a cambio. Nosotras estaremos más que satisfechas”

En aquel momento, el buhonero solo tenía quinientas piezas de plata, y artículos por valor de otras quinientas. El se lo dio todo a las mujeres, pidiéndoles poder quedarse él solo con su balanza, su bolsa, y ocho monedas para su pasaje de vuelta. Naturalmente, ellas estaban felices con el acuerdo. Después de darse profusamente las gracias por ambas partes, el mercader se dirigió al rio con el cuenco de oro. Le dio sus ocho monedas al barquero, y subió al bote.

No mucho después de que él se hubiera marchado, el buhonero codicioso retornó a la casa, dando la impresión de que había reconsiderado su oferta. Les pidió que sacaran su cuenco, diciendo que después de todo les daría alguna cosa u otro cuenco a cambio.

La anciana le espetó: “Eres un sinvergüenza. Nos dijiste que nuestro cuenco de oro no valía ni  tan siquiera medio céntimo. Afortunadamente para nosotras, vino un mercader honesto después de que tú te marcharas, y nos dijo que su verdadero valor eran cien mil piezas de plata. Nos dio mil por él, y se fue con el cuenco, así que tú has llegado demasiado tarde”

Cuando el buhonero oyó esto, un intenso dolor se apoderó de él. Comenzó a gritar: “Me robó, me robó. El tiene mi cuenco de oro que vale cien mil”

Llegó a ponerse histérico y perdió todo control. Arrojando al suelo su dinero y sus mercancías, él rasgó su camisa, agarró el astil de su balanza como si fuera un garrote, y corrió hacia la orilla del rio para coger al otro mercader.

Cuando él llegó al rio, el bote ya se encontraba en medio de la corriente, El gritaba para que el bote volviera a la orilla, pero el buhonero honesto, que ya había pagado, tranquilamente le dijo al barquero que continuara.

El frustrado mercader solo podía permanecer allí, en la orilla del rio, y ver como su rival escapaba con el cuenco de oro. El ver esto lo enfureció tanto que un odio fiero surgió dentro de él. Su corazón hervía, y la sangre le salía por la boca. Finalmente, su corazón se rompió como el barro que hay en el fondo de un charco secado por el Sol. Tan intenso fue el odio irracional que desarrolló contra el otro mercader debido al cuenco de oro, que pereció allí y en aquel momento.

El mercader honesto retornó a Seriva, donde vivió una vida plena ocupado en la caridad y en otras buenas acciones, y murió de acuerdo a sus merecimientos.

Cuando el  Buda terminó esta historia, él se identificó a sí mismo como el mercader honrado, y a Devadatta como el mercader codicioso. Este fue el comienzo del implacable rencor que Devadatta sintió contra el bodhisattva a través de innumerables vidas.

 

 

Trad. al castellano por el ignorante y falto de devoción upasaka Losang Gyatso.